La tragedia de un hombre que no pudo tomar una decisión

Hamlet (1948), dirigida, protagonizada y adaptada por Laurence Olivier en base al clásico de William Shakespeare, obtuvo el Oscar a mejor película en 1949. Se trata de una propuesta que conserva el espíritu teatral de la obra aunque cuenta con un puñado de escenas cinematográficas de alto vuelo.

Por Nicolás Bianchi

En principio es extraño que una película como Hamlet, que cuenta con tantos recursos teatrales como cinematográficos, haya ganado cuatro premios Oscar y, sobre todo, el de mejor película. No por la calidad del film, que es elevada, sino porque abunda en diálogos y puestas de escena más propios de las tablas de un escenario que de un set. Más allá de los criterios de la Academia, muchas veces controversiales a lo largo de la historia, la película tiene sus méritos aunque sus competidores (The treasure of the Sierra Madre de John Huston por ejemplo) seguramente hayan sentido una amargura adicional.

La trama es la de la obra clásica de Shakespeare. Hamlet (Olivier) es un príncipe danés atormentado por la muerte de su padre, que vuelve una noche como un espíritu y le cuenta que lo han asesinado. El culpable es el rey Claudio (Basil Sydney), hermano del difunto y ahora esposo de la reina Gertrude (Eileen Herlie), lo que inscribe a la tragedia en el ámbito familiar. La obra y la película juegan con las ideas de corrupción, ambición y traición y sus vínculos con el poder.

Ser o no ser, esa es la cuestión.

La primera gran escena de Hamlet es la de la aparición del espíritu. Olivier construye la revelación que se le produce al protagonista con una puesta expresionista, de noche, en lo alto de una torre, entre la bruma y la oscuridad. Allí aparece el espíritu de Hamlet padre, en lo que bien podría ser parte de una película de terror. La elaborada prosa de los diálogos shakesperianos corta con esa posibilidad y devuelven la acción al ámbito teatral.

Durante grandes lapsos la película permanece en ese tono. No se trata de teatro filmado pero en muchas escenas abundan los planos medios y los movimientos de cámara se asemejan al de una cabeza que rota a través de los distintos personajes. El film cobra vigor cinematográfico nuevamente en la escena en la que Hamlet prepara una obra de teatro para denunciar ante la corte lo sucedido. Es muy interesante como allí ya Shakespeare, y más acá Olivier, juegan con declamar el poder que tiene la ficción para operar en la realidad.

¿Es real el espíritu que se le presenta al protagonista o es producto de la locura?

La última gran escena de la película es el desenlace trágico en el que los personajes van muriendo por efecto del veneno y de la espada. Nuevamente aquí hay un mayor juego con el montaje y las perspectivas, sobre todo para retratar el envenenamiento de la reina, además de recurrir a algunos primeros planos, algo muy poco utilizado en el resto del film. El epílogo también vuelve a lo que es puramente cinematográfico, con el transporte del cuerpo de Hamlet por las escalinatas que llevan a la misma oscura torre dónde el espíritu de su padre le reveló la traición.

Hay también allí, además de lo circular, algo de paz espiritual. La tragedia que significa la muerte se balancea con la revelación de la verdad. La sombra atormentada del padre de Hamlet debería así poder descansar en paz. La tragedia de un hombre, su hijo, que no pudo tomar la decisión de ajusticiar a su asesino, llega también a su fin.

Afiche de la película (1948).

La película se consigue aquí, con estos subtítulos.

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