Un monstruo entre la ternura y la condena lombrosiana

Frankenstein (1931), basada en la novela de Mary Shelley, cuenta la historia del científico que creó al golem que luego no pudo controlar. Producida por Universal y dirigida por James Whale fue un éxito masivo que instaló al personaje para siempre en la cultura pop.

Por Nicolás Bianchi

¡Está vivo! Tal expresión puede ser reconocida fácilmente en cualquier parte del mundo y remitirá al personaje que por primera vez interpretó en la pantalla Boris Karloff, y que tuvo luego decenas de versiones. Como si fuera un hijo el monstruo heredó el nombre de su creador, el científico Henry Frankenstein (Colin Clive) aunque en los títulos de la película esté simplemente casteado como ‘The Monster’.

En principio Frankenstein cuenta el delirio de un científico que enloquece de poder. Henry quiere acercarse, o ser, algo así como un Dios. Su objetivo es la creación de vida. El científico es miembro de una familia noble, ya que su padre es el barón que lleva el mismo apellido, y pertenece a una elite. Se dedica a la ciencia y hay aquí una advertencia de la historia, un miedo que continúa instalado hasta hoy en series populares como Black Mirror. ¿Hasta dónde puede llegar la ciencia y el conocimiento? Frankenstein, si se quiere, presenta una desviación de la ciencia, un camino ciego.

Monstruosidad y ternura.

Esa ruta se conecta con una idea del mundo real que se produce entre los dos siglos en que se producen la novela y la película, o sea el XIX y principios del XX. El monstruo de Frankenstein es una creación positivista porque cuando el ayudante del científico vaya a la universidad a robar un cerebro, la pieza última que necesita la creación, se llevará por accidente el de un criminal, lo que luego determinará la conducta última de la criatura, tal como dictan los preceptos lombrosianos (que por supuesto luego fueron refutados contundentemente, porque no es la biología lo que determina la conducta de los hombres sino lo social).

De vuelta a lo que la película presenta en la pantalla se da nuevamente el juego de imágenes, deudoras del expresionismo alemán, en el que priman las sombras, los ambientes oscuros pálidamente iluminados y los primeros planos en momentos muy precisos, todos elementos volcados hacia la creación de un ambiente de terror. Frankenstein es de esas películas en la que los espectadores en el cine deben haber sentido ganas de saltar de la butaca y gritarle a la prometida de Henry, la bella Elizabeth (Mae Clark), que el monstruo está ahí, detrás de ella, que tenga cuidado.

¡Cuidado!

Lo monstruoso en la creación del científico Frankenstein está dado, sobre todo, por el reflejo de una ambición desmedida. Hecho de piezas sobrantes de cadáveres y nacido gracias a la energía eléctrica, puntal del cambio que se vivió en el mundo por aquellos tiempos, el monstruo expresa el miedo a lo nuevo. Tanto en el momento en que la novela fue publicada, el año 1818, cuando todo estaba cambiando, como en la época de entreguerras cuando fue estrenada la película, de suma inestabilidad en todo sentido. El miedo a Frankenstein es también el miedo a lo nuevo, a lo que puede derivar del avance científico.

Una escena clave marca la vigencia de la película. El monstruo luego de escaparse juega con una niña a la vera de un lago. Por primera vez en su corta vida huele el aroma de una flor, lo que en parte tiene un vuelo poético que se corta cuando, por su torpeza pero también por su determinación criminal arroja a la pequeña al agua. La niña termina ahogada y el monstruo continúa con su raid, que culmina en la parte superior de un molino donde todo el pueblo lo acorrala y lo quema. Como si la creación fuera responsabilidad de todos, porque el miedo es colectivo. Al monstruo creado por Frankenstein no lo mata nadie sino que lo matan todos.

Afiche de la película (1931).

La película se consigue aquí, con estos subtítulos.

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